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el establo de Aliso, donde dejó al burdégano. Emer lo recibió y lo regañó y trató de hacer
que comiera, pero él le explicó que todavía no podía comer.  Mientras estaba allí en
medio de la enfermedad, en los campos infectados, me sentía enfermo. Dentro de un rato
podré volver a comer  le explicó.
 Estáis loco  le dijo ella, muy enfadada. Era un enfado dulce. ¿Por qué no podía ser
el enfado algo dulce?
 ¡Al menos daros un baño!  le dijo.
Él sabía cómo olía, y se lo agradeció.
 ¿Cuánto os pagará Aliso por todo esto?  le preguntó mientras se calentaba el agua.
Todavía estaba indignada, hablaba con menos rodeos incluso que de costumbre.
 No lo sé  le contestó él.
Ella dejó lo que estaba haciendo y lo miró fijamente.
 ¿No habéis acordado un precio?
 ¿Acordar un precio?  preguntó él de inmediato. Luego recordó quién no era, y habló
humildemente : No. No lo hicimos.
 Qué inocente sois  le dijo Regalo, susurrando la palabra . Os despellejará.  Echó
la olla llena de agua hirviendo dentro de la bañera. Tiene marfil  le dijo . Decidle que
tiene que pagaros en marfil. ¡Allí arriba, muriéndoos de hambre y congelándoos, para
curar a sus bestias! Lo único que tiene San es cobre, pero Aliso puede pagaros en marfil.
Siento entrometerme en vuestros asuntos, señor.  Salió por la puerta con dos cubos, iba
hacia la bomba. Aquellos días se negaba a usar el agua del arroyo. Era sabia y
bondadosa. ¿Por qué había vivido durante tanto tiempo entre aquellos que no eran
bondadosos?
 Ya veremos  dijo Aliso, al día siguiente si mis bestias se han curado. Si logran
aguantar el invierno, ¿sabéis?, entonces sabremos que habéis curado a todas, que están
sanas, ¿sabéis? No es que tenga dudas, pero es lo más justo, lo justo, ¿verdad? No me
pediríais vos que os pague lo que tengo pensado pagaros, si la cura no funciona y las
bestias acaban muriendo después de todo. ¡Toco madera! Pero tampoco os pediría que
esperarais todo ese tiempo sin pagaros nada. Así que aquí tenéis un adelanto, ¿sabéis?,
de lo que vendrá después, y por ahora estamos en paz, ¿sí?
Ni siquiera le entregó las monedas de cobre en una bolsa. Irioth tuvo que estirar la
mano, y el ganadero depositó en ella seis monedas de cobre, una por una.  ¡Ya está!
¡Quedamos en paz!  le dijo, expansivo . Y tal vez podáis echarle un vistazo a los potros
que tengo en los prados del Gran Estanque, mañana o un día de éstos.
 No  le contestó Irioth . El rebaño de San se estaba muriendo cuando me fui de
allí. Me necesitan.
 Oh, no, no lo necesitan, señor Otak. Mientras vos estabais allá en la cordillera del
este vino un hechicero curandero, un tipo que ya había estado antes aquí, de la costa del
sur, y entonces San lo contrató. Vos trabajaréis para mí y os pagaré bien. Mejor que en
cobre, tal vez, ¡si a las bestias les va bien!  Irioth no dijo que sí ni que no, ni gracias, sino
que se retiró sin hablar. El ganadero lo miró mientras se iba y escupió . Atrás  dijo.
El problema apareció en la mente de Irioth como no lo había hecho desde que llegara
al Gran Pantano. Luchaba contra él. Un hombre de poder había venido a curar el ganado,
otro hombre de poder. Pero un hechicero, había dicho Aliso. No un mago, no.
Simplemente un curandero, un curandero de ganado. No necesito temerle. No necesito
temerle a su poder. No necesito su poder. Debo verlo, para estar seguro. Si hace lo
mismo que hago yo aquí, no hay ningún peligro. Podemos trabajar juntos. Si yo hago lo
mismo que hace él aquí. Si él sólo utiliza la hechicería y no tiene malas intenciones. Como
yo.
Bajó caminando la desordenada calle de los Pozospuros hasta llegar a la casa de San,
que estaba a mitad de camino, frente a la taberna. San, un hombre curtido, entre los
treinta y los cuarenta años, estaba hablando con otro hombre en la puerta de su casa, con
un extraño. Cuando vieron a Irioth parecieron sentirse incómodos. San entró en su casa y
el extraño lo siguió.
Irioth se acercó hasta la puerta. No entró, sino que habló desde allí:
 Señor San, es acerca del ganado que tiene allí entre los ríos. Puedo ir a verlos hoy.
 No sabía por qué había dicho eso. No era lo que había querido decir.
 Ah  dijo San, acercándose a la puerta, y tosió un poco . No hace falta, señor Otak.
Este de aquí es el señor Claridad, ha venido a lidiar con la peste. Ya ha curado a algunas
de mis bestias en otras ocasiones, pezuñas podridas y todo eso. Necesitándose como se
necesita a un hombre a tiempo completo para ocuparse de las reses de Aliso, ¿sabéis?...
El hechicero apareció por detrás de San. Su nombre era Ayeth. El poder que poseía
era pequeño, estaba estropeado, corrompido por la ignorancia, el mal uso y las mentiras.
Pero los celos que en él había eran como un fuego amenazador.  He estado yendo y
viniendo por aquí, trabajando, durante diez años  dijo, mirando a Irioth de arriba abajo .
Un hombre llega desde algún sitio del norte, se queda mis trabajos, algunas personas no
estarían muy de acuerdo con eso. Una pelea entre hechiceros no es algo bueno. Si es
que vos sois un hechicero, es decir, un hombre de poder. Yo lo soy. Como bien lo sabe la
buena gente de por aquí.
Irioth trató de decir que no quería ninguna pelea. Trató de decir que había trabajo
suficiente para los dos. Trató de decir que no le quitaría el trabajo. Pero todas estas
palabras se quemaron con el ácido de los celos del hombre, que no quería escucharlas, y
las quemó antes de que fueran dichas.
La mirada de Ayeth se hacía más y más insolente mientras miraba a Irioth tartamudear.
Comenzó a decirle algo a San, pero Irioth habló.
 Tienes...  le dijo, tienes que irte. Vuélvete.  Mientras decía «Vuélvete», su mano
izquierda golpeó el aire como un cuchillo, y Ayeth cayó hacia atrás contra una silla, con la
mirada fija.
Era tan sólo un pequeño hechicero, un curandero estafador con unos cuantos hechizos
lamentables. O eso parecía. ¿Y qué pasaría si estaba fingiendo, si ocultaba su poder, un
rival que ocultaba su poder? Un rival celoso. Hay que detenerlo, hay que atarlo,
nombrarlo, llamarlo. Irioth comenzó a decir las palabras que lo atarían, y el hombre,
tembloroso, se encogió, acurrucándose para esconderse, marchitándose, lanzando un
gemido agudo y chillón. «Está mal, está mal. Estoy haciendo el mal, yo soy el enfermo»,
pensó Irioth. Detuvo las palabras del hechizo en su boca, luchando contra ellas, y
finalmente gritó una palabra distinta. Luego el hombre Ayeth se quedó allí acurrucado,
vomitando y temblando, y San lo miraba fijamente e intentaba decir: «¡Atrás! ¡Atrás!» No
sucedió nada malo, pero el fuego ardió en las manos de Irioth, le quemó los ojos cuando
intentó esconderlos entre las manos, le quemó la lengua cuando trató de hablar.
Durante mucho rato nadie quiso tocarlo. Había caído presa de un ataque en la puerta
de la casa de San. Ahora yacía allí como un hombre muerto. Pero el curandero del sur
dijo que no estaba muerto, y que era tan peligroso como una víbora. San contó cómo
Otak había obrado un hechizo sobre Claridad, que había pronunciado algunas horribles
palabras que habían hecho que Claridad se encogiera más y más y gimiera como una [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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