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Sir Percival. Aunque yo no tenía, responsabilidad alguna en todo aquello,
me sentí molesta, y le pregunté a la señora:
 Señora, va usted a Londres por propia voluntad, ¿no es cierto?
 Iría a cualquier parte, con tal de terminar de una vez con esta terrible
pesadilla.
Durante el trayecto le pregunté si tendría la bondad de escribirme en cuanto
llegara unas líneas comunicándome la forma en que había llegado. Me lo
prometió bondadosamente. Dos minutos antes de que pasara el tren,
llegamos a la estación. El cochero se ocupó del equipaje y yo del billete.
Cuando le entregué éste a la señora en el andén, me cogió por el brazo y me
dijo:
 Me gustaría que me acompañara usted.
Si me lo hubiera dicho con antelación me habría preparado, aunque para
ello hubiese tenido que dejar a Sir Percival. Ahora ya era tarde, y la señora
lo comprendió así. No insistió más. Como ya llegaba el tren, me dió la
mano con aquella actitud suya siempre distinguida y franca, y me dijo:
 Señora Michelson, usted ha sido siempre muy buena para mí, en la
ocasión en que más sola me he visto. Adiós y que Dios la bendiga por el
afecto que me ha demostrado.
 Tenga usted buen viaje, querida señora  dije, a punto de llorar, pero
conteniendo mis lágrimas para no entristecerla . Hasta pronto, señora.
Permita Dios que la vea a usted feliz y contenta.
Movió tristemente la cabeza. La campana de la estación sonó y a
continuación el silbido del tren. Segundos más tarde echaba a andar el
ferrocarril y poco después perdía de vista su pálido y bello semblante.
A las cinco, aquella misma tarde, hallábame en mi habitación descansando
del trabajo de la casa, que pesaba ahora todo sobre mí, y me puse a leer un
libro de sermones, el favorito entre todos los que poseía. Aquellas piadosas
y consoladoras palabras por primera vez en mi vida, no lograron fijar, mi
atención. Me preocupaban demasiado los recientes acontecimientos.
Abandoné el volumen decidí dar una vuelta por el parque, intentando
calmar mi inquietud de este modo.
Al dar la vuelta a la casa y llegar al jardín, vi con gran sorpresa mía a una
mujer cogiendo flores. Mi sorpresa fué considerable cuando reconocí en
ella a la señora Rubelle.
 ¿Cómo?  dije casi sin aliento . ¿Está usted aquí? ¿No ha ido a
Londres ni a Limmeridge?
 No  contestó la extranjera tranquilamente, aspirando el aroma unas
flores que acababa de coger . No me he movido del castillo.
 ¿Y la señorita Halcombe?  pregunté haciendo otro esfuerzo.
 Tampoco sé ha movido del castillo.
Esta noticia tan inesperada hizo que todos mis pensamientos volaran hacia
la pobre señora, y hubiera dado la mitad de la vida que me quedaba por
haber sabido todo esto cuatro horas antes. Aquella mujer arreglaba
tranquilamente su ramillete de flores, como, si en la vida no tuviera otra
preocupación.
Apareció entonces Sir Percival, que caminaba rompiendo el tallo de las
flores que se ponían al alcance de su bastón. Al verme, se echó a reír con
una carcajada violenta y forzada.
 Vaya, señora Michelson, ya lo ha descubierto usted todo. ¿Verdad que
no puede creerlo? Venga y se convencerá.  Señaló el centro del edificio y
continuó luego:  ¿Ve usted los cuartos que llamamos de la reina Isabel?
En el mejor de todos está, sana y salva, la señorita Halcombe. Señora
Rubelle, haga el favor de acompañarla, para que se convenza de que no hay
ningún engaño esta vez.
El tiempo que emplearon sus palabras en ser pronunciadas sirvió para
tranquilizarme. Si yo hubiera estado sirviendo toda mi vida, no sé lo que en
aquel momento hubiera hecho. Pero, aunque soy pobre, mis sentimientos
son siempre los de una señora, por esta razón decidí inmediatamente dejar
los servicios de Sir Percival, de aquel hombre sin corazón.
 Sir Percival  le dije , le ruego qué me autorice a decirle a solas unas
palabras . Y una vez hecho esto, seguiré a la enfermera a las nuevas
habitaciones de la señorita Halcombe.
 ¿Qué es lo que usted tiene que decir?
 Que deseo dejar de prestar mis servicios en el castillo de Blackwater, Sir
Percival.
 ¿Por qué?  preguntó él enojado.
 No es a mi a quien corresponde expresar una opinión sobre los hechos
aquí ocurridos. Me limitaré tan sólo a decir que considero incompatible con
mi deber hacia mi señora continuar en esta casa un solo momento.
 Y su deber para conmigo, ¿le importa a usted algo? Ya me doy cuenta
de lo que ocurre. Con su mezquino criterio juzga usted el engaño a que nos
ha obligado nuestro interés por la salud de la señora. Usted misma
recordará que el doctor aconsejó un rápido cambio de aires. Lady Glyde no
hubiera consentido nunca en marcharse si hubiera creído que su hermana
continuaba en el castillo. Eso es todo. Después de esta explicación que no
tengo por qué darle, quédese o váyase. Haga lo que quiera, pero recuerde
siempre que en el caso de que no tenga cuidado con lo que habla, tengo el
brazo muy largo.
Dijo todo esto casi sin respirar, paseándose nerviosamente y golpeando el
aire con su bastón. Nada de cuando Sir Percival hubiera dicho para
justificar su actitud hubiese cambiado mis opiniones sobre las numerosas
falsedades ocurridas el día anterior ante mi presencia, falsedades que [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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