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es la mía. ¡No habléis, hombres sanguinarios! Voy a destruir el tesoro de Urgaan de
Angarngi.
Y con estas palabras, el enjuto santurrón caminó calmosamente, con paso mesurado,
como un aparecido, y se alejó tras la estrecha entrada que conducía a la parte delantera
de la gran cúpula.
Fafhrd se quedó mirándole, con sus ojos verdes muy abiertos, sin deseo de seguirle ni
interferir en sus acciones. El terror no le había abandonado, pero había sufrido una
transmutación. Todavía era consciente de una temible amenaza, pero ya no parecía
dirigida personalmente contra él.
Entretanto, una idea muy curiosa se había alojado en la mente del Ratonero. Le
pareció que acababa de ver no a un santo venerable, sino un pálido reflejo de Urgaan de
Angarngi, muerto siglos atrás. Sin duda Urgaan había tenido la misma frente alta, el
mismo orgullo secreto, el mismo aire imponente. Y aquellos mechones de cabello
juvenilmente negro que tanto contrastaban con el rostro de anciano también parecían
formar parte de una imagen procedente del pasado, una imagen empañada y
distorsionada por el tiempo, pero que retenía algo del poder y la individualidad del original
antiguo.
Oyeron que los pasos del santurrón avanzaban un poco en la otra estancia. Entonces,
por espacio de doce latidos de corazón, hubo un silencio absoluto. Luego el suelo empezó
a temblar ligeramente bajo sus pies, como si se moviera la tierra o un gigante caminara
cerca de allí. Entonces se oyó un solo grito estremecido procedente de la otra sala,
interrumpido en seco por un solo golpe tremendo que causó un escalofrío a los dos
amigos. Luego, una vez más, silencio absoluto.
Fafhrd y el Ratonero intercambiaron miradas de perplejidad, no tanto por lo que
acababan de oír, sino porque, casi en el momento del golpe, el manto de terror se había
separado por completo de ellos. Desenvainaron las espadas y se apresuraron a la otra
sala.
Esta era un duplicado de la que habían dejado, salvo que en vez de dos pequeñas
ventanas tenía tres, una de ellas cerca del suelo. Además, había una sola puerta, aquella
por la que acababan de entrar. Todo lo demás era piedra muy bien ensamblada, suelo,
paredes y techo semiabovedado.
Cerca de la gruesa pared central, que biseccionaba la cúpula, yacía el cuerpo del viejo
santurrón. Sólo «yacía» no es la palabra adecuada. El hombro izquierdo y el pecho
estaban aplastados contra el suelo. El cuerpo estaba sin vida, en un charco de sangre.
Fafhrd y el Ratonero buscaron frenéticamente con sus miradas otro ser aparte de ellos
mismos y el hombre muerto, pero no encontraron nada, no, ni un mosquito que se
cerniera entre las motas de polvo reveladas por los estrechos rayos de luz que se filtraban
a través de las ventanas. Sus imaginaciones buscaron con idéntico frenesí, e igualmente
en vano, un ser que pudiera asestar un golpe tan mortífero y desvanecerse a través de
uno de los tres pequeños orificios de las ventanas. Una serpiente gigantesca, golpeadora,
con cabeza de granito...
Empotrada en la pared cerca del hombre muerto había una piedra de unos dos pies
cuadrados, que sobresalía un poco de las restantes. Sobre su superficie había una
inscripción enérgicamente grabada en antiguos jeroglíficos lankhmarianos: «Aquí
descansa el tesoro de Urgaan de Angarngi».
La visión de aquella piedra fue como un golpe en el rostro de los dos aventureros. Agitó
hasta la última onza de obstinación y temeraria determinación en ellos. ¿Qué importaba
que un viejo estuviera tendido, aplastado, a su lado? ¡Tenían sus espadas! Qué importaba
que ahora tuvieran la prueba de que algún sombrío guardián residía en la casa del
tesoro? ¡Podían cuidar de sí mismos ¿Huir y dejar aquella piedra intacta, con su
inscripción provocativamente insultante? ¡No, por Kosh y el Gigante! ¡Ya se habían
encontrado antes en el infierno de Nehwon!
Fafhrd corrió en busca del pico y las demás herramientas grandes, que habían caído
en la escalera cuando el señor de Zannarsh arrojó su primera daga. El Ratonero miró más
de cerca la piedra sobresaliente. Las grietas a su alrededor eran anchas y llenas de una
mezcla oscura embreada. Produjo un sonido algo hueco cuando la golpeó con la
empuñadura de la espada. Calculó que el muro tendría unos seis pies de grosor m aquel
punto, suficiente para contener una cavidad considerable. Golpeó experimentalmente a lo
largo de la pared en todas direcciones, pero el sonido hueco cesó en seguida. Era
evidente que la cavidad era bastante pequeña. Observó que las;rieras entre todas las
demás piedras eran muy finas y no mostraban evidencia de ninguna sustancia
cimentadora. De hecho, no podía estar seguro de que no fuesen grietas falsas, cortes
superficiales en la superficie de la roca sólida. Pero eso apenas parecía posible. Oyó
regresar a Fafhrd, pero continuó su examen.
El estado mental del Ratonero era peculiar. Una obstinada determinación de hacerse
con el tesoro eclipsaba otras emociones. El desvanecimiento inexplicablemente repentino
de su Temor anterior había dejado entumecidas ciertas partes de su mente. Era como si
hubiera decidido mantener sus pensamientos a buen recaudo hasta que hubiera visto el
contenido de la cavidad del tesoro. Se contentó con mantener su mente ocupada en
detalles materiales, aunque sin extraer deducciones de ellos.
Su calma le dio la sensación de una seguridad por lo menos temporal. Sus
experiencias le habían convencido vagamente de loe el guardián, quienquiera que fuese, [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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